¡Yo también me canso de
latir!, grité mientras movía la piruleta en forma de corazón que
me había regalado mi profesora de repaso, para luego llevármela a
la boca y que ese sabor llegara a contaminar la cocina. También me
gustaba pensar que los gritos de mi niñera me contaminaban o que yo
podía contaminarle con mi silencio. Te he dicho que no comas
chucherías antes de cenar, me dijo a voces, como si hablando normal
no fuera a reaccionar. Blanqui, a la que llamábamos “B”, era
nuestra niñera desde que teníamos uso de razón. Gabriel y Carlos,
mis hermanos, también comían chucherías, aunque “B” sabía que
en algunos casos llamarles la atención significaba perder el tiempo.
Fui a mi habitación para
coger el peluche gigante que me habían regalado por mi séptimo
cumpleaños: un mapache gris con los ojos dorados. Entonces agarré
una muñeca y la vestí para que fuera a hablar con el doctor
Mapache. Buenos días, Katrin, dijo el doctor. Buenos días, dijo
Katrin, y aunque tenía miedo de hablar con un doctor tan grande, se
decidió porque se sentía mal y cuando uno se siente mal debe hacer
alguna cosa. Cuéntame, ¿qué te trae por aquí? Verá doctor,
susurró Katrin, tengo miedo a la oscuridad y a los monstruos que
aparecen en ella. Vaya, dijo Mapache, es grave. Lo mejor será que
procures dejar la luz encendida siempre que puedas. Mis padres no me
dejan, musitó Katrin, la luz no puede estar siempre encendida. En
ese caso deja las cortinas abiertas, así la luz de la luna te
protegerá de esos monstruos, sentenció. ¡Muchas gracias doctor
Mapache, siempre me ayudas!
Corrí la cortina para que
entrara la luz de la luna. ¡Con que era cierto lo que había dicho
el doctor Mapache! Eché un vistazo a mis peluches, miraban al
infinito, es decir, lo que los adultos llaman "ninguna parte". Los animales se mueven,
corretean de un lado para otro, respiran y sus ojos cambian de
color, pero los ojos de mis peluches querían cobrar vida, esperaban
que encontrara una llave para pulsar el resorte que les devolviera al
sueño que no pudieron culminar en otra vida. Miré hacia la ventana
y al otro lado se movían las hojas y caían de los árboles como si
fuera su oficio vivir sostenidas en una rama débil acechada por el
viento, para caer en una pirueta y acabar en el suelo dejando un
ruido sordo en la memoria. Después, yo también caí en los brazos
de Morfeo.
El sábado llegó con un
sol espléndido. Me enfundé mis pantalones preferidos de rayas
grises y negras y escogí una camiseta rosa y unas botas peludas.
Procuré no hacer mucho ruido y bajé al jardín, o como yo lo
llamaba, el bosque encantado. ¡Hola, pajaritos! La hierba había
crecido, nunca me daba cuenta y de pronto un día llegaba a mis
rodillas. Las enredaderas se columpiaban por los troncos y las
paredes de la casa, querían salir a la calle, pero justo antes de
cumplir con su misión suicida, las cortaban. La fachada era de color
gris, había esquinazos de piedra y las ventanas tenían acabados de
madera. Fui a echar un vistazo a nuestra guarida: una cabaña con
piedras amontonadas, ramas y barro, a la que era conveniente acudir
al menos una vez al día, como había ordenado mi hermano Carlos, con
el fin de que los gatos no se adueñaran de ella. Gabriel no se
ocupaba de la guarida pero cuando se trataba de jugar acudía sin
pensárselo.
Recuerdo aquel día con una
indiscutible nitidez. Iba a venir mi primo, se llama Joan. Era más
mayor que nosotros, por aquel entonces tenía dieciocho años. Subí
a desayunar y antes pasé por delante de la habitación de papá.
Nunca sabía si estaba porque su palabra favorita era el silencio. A
lo mejor se encontraba en el escritorio leyendo algún libro en latín
o jugando al ajedrez, pero el sonido lento y acompasado de la
cucharilla me indicó que estaba tomando el desayuno. ¡Qué hambre
tengo!, grité mientras llegaba a la cocina. El zumo y las galletas
desaparecieron en un visto y no visto y estuve jugando a los espías
con mis hermanos hasta que llegó Joan.
Ding dong, resonó el
timbre en mi cabeza. ¡Hola primos!, gritó Joan, con una sonrisa de
oreja a oreja que podían envidiar los tiburones con la dentadura más
afilada y reluciente. Nos abrazó y acto seguido lo hizo mi tía
Clara. Por cierto, Vic, ¿cómo estás?, preguntó Joan, sonriendo.
Me encanta venir a Barcelona y verte tan animada. Bien, respondí, y
una sonrisa quiso abrirse paso desde mi interior hasta mis labios
pero la oculté antes de que saliera la verdad a relucir. No me gusta
que papá esté enfermo, continué, y creo que estoy poniéndome
enferma por su culpa.
Mi padre estaba enfermo de la garganta, a pesar de que quisiera comunicarse con
los demás no podía; daba la impresión de que era tímido o muy
serio, pero lo único que le impedía comunicarse desde que murió mi
madre era ese problema tan desagradable. Siempre pasaba lo mismo: su
intención era hablarnos dulcemente como antes, justo después de
dirigirnos una mirada escrutadora, pero de repente aparecía el ceño
fruncido y los labios tristes y dirigía su mano a la frente para
taparse los ojos como si la luz de la bombilla le molestara en
exceso. Creo que me está contagiando su enfermedad, le confesé a
Joan mientras me apartaba el pelo de la cara con mis manos, porque
en el colegio cada vez hablo menos y me duele la garganta. La
enfermedad de tu padre no se contagia, me acusó Joan, no digas
tonterías.
Al acabar de comer bajamos
al bosque encantado. Nos quedamos de pie frente a la encina reinante
en el jardín, ¡sobrepasaba la altura de la casa!; observamos su
corteza, las ramas onduladas pero armónicas y las hojas que la
coronaban. Dirigí mi mirada hacia los cipreses, las palmeras y los
sauces. Pasó una ráfaga de viento y empezaron a bailar con caras
desfiguradas semejantes a las de los muertos, pero su movimiento daba
a entender que aún vivían: unos eran robustos y sus ramas viejas
danzaban con dificultad, otros se mostraban gráciles y femeninos.
Mientras jugábamos oímos que “B” emitió un grito de pánico y
subimos rápidamente para ver qué ocurría. Niños, vuestro padre no
se encuentra bien, salid de aquí, dijo “B” con esa firmeza que
le caracterizaba.
Joan me acompañó a la
habitación mientras Gabriel y Carlos jugaban a fútbol en el
pasillo. Entonces cogió un un lápiz y un papel para escribir
algunas líneas a toda velocidad. Vic, me dijo mirándome con
intensidad, te he escrito un poema. Joan era el único que me leía
cuentos, de alguna manera sustituía a mi padre en esa tarea, pero su
verdadera pasión era escribir poemas. Entonces leyó:
“Esta tarde lejos han
quedado el horror de la oscuridad y las hojas puntiagudas
lejos de la piedra y
acostumbradas al ruido (no es más que el salto de un pájaro)
han limpiado el estanque de
los peces para observar la luna
y ha crecido en la tierra
un vuelo de coral que ahora esconden nuestras manos.”
Permanecimos en silencio.
Yo pensaba en el significado de esos versos como quien se encuentra
en un laberinto y no sabe el camino a escoger, y él releyó el poema para sí como si buscara a la abeja reina que se resistía a salir de un
enjambre apaleado.
El domingo vino un señor
dispuesto a trabajar todo el día para tapiar la ventana del primer
piso, la misma donde mi padre pasaba largas horas meditando. “B”
había insistido en hacer reformas porque, según ella, era un asunto
de vida o muerte. Fue ese día cuando algo dentro de mí me dijo que
debía ayudar a mi padre, pero ¿cómo?, no había remedios para su
enfermedad. Se me ocurrió pasarle el poema que me había dedicado
Joan por debajo de la puerta de su escritorio, porque aunque no
pudiera hablar, a lo mejor sí me respondía por escrito. Fue antes
de cenar que vi una carta deslizarse sobre el suelo de la habitación.
La abrí: “A pesar de que las señales indiquen al mar que no se
mueva, juego a buscarlo porque ya no está donde recuerdo. Ir no
significa volver y me he ido perdiendo. Pero las barcas amarradas
sobreviven consumidas por alguna esperanza que puede cambiar las
señales”.