miércoles, 16 de diciembre de 2015

Un cristal me separa del sol



La culpa se ha instalado
en las venas del paraíso.

No creo en ningún movimiento
excepto el del viento contra la ventana.

No creo en las trampas,

como el juguete del niño
en la memoria del anciano.

El mundo se dobla sobre mi cabeza
pinchándola con briznas de alfileres.

Hay un agujero entre las rocas.

¿Qué es de mí sin nada
que me rompa?

Piel de ausencia


"El olvido está lleno de memoria." Mario Benedetti




Piel de ausencia

Te llevé al extremo de la mañana
sabiéndome en peligro, aventuré razones
que no podrían abarcar los pensamientos.
Me parecía a un pobre pez, respirando
hasta olvidar la confusión de la pérdida.


Deseé morir tanto como deseé matarte.
El agua erosionó todas las ausencias,
el cielo y el mar se invirtieron,
el horizonte fue arrojado en el sueño.


Arranqué estrellas, cayeron los astros
para aplastar todo cuanto conocía,
pero nada de esto
respondió a mi único deseo.


Sin medir mi fuerza levanté una barraca,
recorté tus ojos, limpié tus manos
y te entregué a la aflicción, a la alegría del espíritu,
para convertirte en la cosa más probable:
el poema en el que te abandono.


Francisca Fuster

jueves, 20 de agosto de 2015

La culpa

La luz, transparente pliegue girado en ruedas de vuelos y pasos
encajados, se torna piel de la noche. Morir o dormir: es tu decisión 
la opacidad del cielo, la claridad de mal, la existencia lacrimosa de Dios.
¿Quién dice que a él le importe la culpa? No se preocupa por el tiempo
ni por el efímero ligue de una noche. Sin poder evitarlo, rezo,
porque es mi culpa no creer y es mi culpa ser libre.
No es culpa de Dios la horrible tragedia de la humanidad sin culpa,
por no creer o creer demasiado, por reducir el mundo al bien o al mal,
la única respuesta: esas dos malditas calles con el mismo nombre.


martes, 4 de agosto de 2015

La pesadilla de los insomnes


El verano nubla la villa
sangrienta de copas llenas,
en la calle hay versos poseídos
volando detrás de los vapores.

Donde las sombras no beben
licores lascivos e impúdicos,
los tambores celebran el mal
del Satán que los posee.

Es hora de abrir puertas,
preparar brebajes ácidos,
en la olla cocer ojos, del día
trocear sus nubes con sus cielos.






La poesía se urde como un plan siniestro...




viernes, 19 de junio de 2015

Música de las Ramblas

El dinero, el dinero, un portal sin casa, el balcón, sus manos en tantos ojos, las Ramblas y su sistema nervioso se agazapan en el mar para volver en sí tantas veces. Imagina que compra un helado caro y Schubert se marcha cuando llega Wagner, el sonido que ha oído en el metro. El principio es lento, pero las voces se mezclan en la partitura, cuando esa mujer se sentó en la silla con la boca abierta con un pez en la mano y decía me duele el pecho, o ese junio caluroso en el que se vio obligada a desvertirse porque se veía gruesa. Pasa otro niño de ojos negros, pestañas firmes y mirada inquisitiva, pero ella finge seleccionar un pensamiento como quien escoge un libro. Esa tarde había conseguido limpiar su habitación, justo antes de emprender su viaje hacia el puerto y que las gaviotas picotearan la dignidad que le restaba, ya me estás matando. Las cabezas caen, una por una, mientras se acercan las cadencias de Chopin y empieza otro de sus nocturnos. Re, si bemol, ¿por qué son más trágicos los bemoles? Un sostenido puede quedar bien solo, pero un bemol necesita de otra nota para complementarse. Los trinos pasean de la mano, parejas enamoradas de alguien que se caía en el pasado, pero recuerda lo que decía su profesora, la música es el silencio que hay entre nota y nota, por eso se fija en las manos entrelazadas, en los espacios y esa nota aguda preguntándose por la armonía. Practica las escalas, pero hay demasiadas y empieza a presionar teclas con rabia, los acordes rápidos que se había aprendido de memoria practicando la segunda página de una pieza de Debussy, las repite mientras su mano escudriña el bolsillo, el dinero, la casa del dinero y piensa que ojalá hubiera construido sin él las paredes. Llega a casa, trata de no tambalearse, se tira en la cama, le da igual la puerta, el quicio, la mesa de la uña en el reposabrazos, las gafas, los profesores, el dinero, la cabeza que cae porque si cae significa que en ella ya no hay tiempo. Do, re, la, sol, do, sin tiempo ni dinero porque quiénes son ellos para creerse con el derecho al abandono no recogido en ninguna Constitución del sueño de algún... ya me estás matando.

miércoles, 17 de junio de 2015

Hojas

Una hoja
se suelta de la rama y vibra despacio
antes de caer.

Las hojas 
son como gotas de lluvia,
son como pájaros que no vuelan,
son como el sol que debe irse por la noche.

Y en otoño
cada mañana al volver a casa
piso hojas pegadas por la lluvia en el asfalto
y a veces alguna roza mi rostro
aunque no debiera pasar.

Si miro entonces la avenida
miles de hojas han muerto 
y yo pienso que son bonitas,
que aún lo son aunque ya no vibren.

Si yo pudiera

Si yo pudiera
sería algo pequeño:

una piedra en un sendero,
una mancha, un vacío.

Si pudiera ser algo
no querría ser grande,
solo querría estar lejos,
tan lejos que no supieras
ni siquiera qué soy.

Me sentaría junto al camino
a observar largas distancias,
a vivir de labios y manos,
de dientes y sueños.

Si yo pudiera
solo sería algo,
tan solo para estar en casa,
para ser el polvo que no pudieras limpiar.

lunes, 4 de mayo de 2015

La casa de los mil años




¡Yo también me canso de latir!, grité mientras movía la piruleta en forma de corazón que me había regalado mi profesora de repaso, para luego llevármela a la boca y que ese sabor llegara a contaminar la cocina. También me gustaba pensar que los gritos de mi niñera me contaminaban o que yo podía contaminarle con mi silencio. Te he dicho que no comas chucherías antes de cenar, me dijo a voces, como si hablando normal no fuera a reaccionar. Blanqui, a la que llamábamos “B”, era nuestra niñera desde que teníamos uso de razón. Gabriel y Carlos, mis hermanos, también comían chucherías, aunque “B” sabía que en algunos casos llamarles la atención significaba perder el tiempo.

Fui a mi habitación para coger el peluche gigante que me habían regalado por mi séptimo cumpleaños: un mapache gris con los ojos dorados. Entonces agarré una muñeca y la vestí para que fuera a hablar con el doctor Mapache. Buenos días, Katrin, dijo el doctor. Buenos días, dijo Katrin, y aunque tenía miedo de hablar con un doctor tan grande, se decidió porque se sentía mal y cuando uno se siente mal debe hacer alguna cosa. Cuéntame, ¿qué te trae por aquí? Verá doctor, susurró Katrin, tengo miedo a la oscuridad y a los monstruos que aparecen en ella. Vaya, dijo Mapache, es grave. Lo mejor será que procures dejar la luz encendida siempre que puedas. Mis padres no me dejan, musitó Katrin, la luz no puede estar siempre encendida. En ese caso deja las cortinas abiertas, así la luz de la luna te protegerá de esos monstruos, sentenció. ¡Muchas gracias doctor Mapache, siempre me ayudas!

Corrí la cortina para que entrara la luz de la luna. ¡Con que era cierto lo que había dicho el doctor Mapache! Eché un vistazo a mis peluches, miraban al infinito, es decir, lo que los adultos llaman "ninguna parte". Los animales se mueven, corretean de un lado para otro, respiran y sus ojos cambian de color, pero los ojos de mis peluches querían cobrar vida, esperaban que encontrara una llave para pulsar el resorte que les devolviera al sueño que no pudieron culminar en otra vida. Miré hacia la ventana y al otro lado se movían las hojas y caían de los árboles como si fuera su oficio vivir sostenidas en una rama débil acechada por el viento, para caer en una pirueta y acabar en el suelo dejando un ruido sordo en la memoria. Después, yo también caí en los brazos de Morfeo.

El sábado llegó con un sol espléndido. Me enfundé mis pantalones preferidos de rayas grises y negras y escogí una camiseta rosa y unas botas peludas. Procuré no hacer mucho ruido y bajé al jardín, o como yo lo llamaba, el bosque encantado. ¡Hola, pajaritos! La hierba había crecido, nunca me daba cuenta y de pronto un día llegaba a mis rodillas. Las enredaderas se columpiaban por los troncos y las paredes de la casa, querían salir a la calle, pero justo antes de cumplir con su misión suicida, las cortaban. La fachada era de color gris, había esquinazos de piedra y las ventanas tenían acabados de madera. Fui a echar un vistazo a nuestra guarida: una cabaña con piedras amontonadas, ramas y barro, a la que era conveniente acudir al menos una vez al día, como había ordenado mi hermano Carlos, con el fin de que los gatos no se adueñaran de ella. Gabriel no se ocupaba de la guarida pero cuando se trataba de jugar acudía sin pensárselo.

Recuerdo aquel día con una indiscutible nitidez. Iba a venir mi primo, se llama Joan. Era más mayor que nosotros, por aquel entonces tenía dieciocho años. Subí a desayunar y antes pasé por delante de la habitación de papá. Nunca sabía si estaba porque su palabra favorita era el silencio. A lo mejor se encontraba en el escritorio leyendo algún libro en latín o jugando al ajedrez, pero el sonido lento y acompasado de la cucharilla me indicó que estaba tomando el desayuno. ¡Qué hambre tengo!, grité mientras llegaba a la cocina. El zumo y las galletas desaparecieron en un visto y no visto y estuve jugando a los espías con mis hermanos hasta que llegó Joan.

Ding dong, resonó el timbre en mi cabeza. ¡Hola primos!, gritó Joan, con una sonrisa de oreja a oreja que podían envidiar los tiburones con la dentadura más afilada y reluciente. Nos abrazó y acto seguido lo hizo mi tía Clara. Por cierto, Vic, ¿cómo estás?, preguntó Joan, sonriendo. Me encanta venir a Barcelona y verte tan animada. Bien, respondí, y una sonrisa quiso abrirse paso desde mi interior hasta mis labios pero la oculté antes de que saliera la verdad a relucir. No me gusta que papá esté enfermo, continué, y creo que estoy poniéndome enferma por su culpa.

Mi padre estaba enfermo de la garganta, a pesar de que quisiera comunicarse con los demás no podía; daba la impresión de que era tímido o muy serio, pero lo único que le impedía comunicarse desde que murió mi madre era ese problema tan desagradable. Siempre pasaba lo mismo: su intención era hablarnos dulcemente como antes, justo después de dirigirnos una mirada escrutadora, pero de repente aparecía el ceño fruncido y los labios tristes y dirigía su mano a la frente para taparse los ojos como si la luz de la bombilla le molestara en exceso. Creo que me está contagiando su enfermedad, le confesé a Joan mientras me apartaba el pelo de la cara con mis manos, porque en el colegio cada vez hablo menos y me duele la garganta. La enfermedad de tu padre no se contagia, me acusó Joan, no digas tonterías.

Al acabar de comer bajamos al bosque encantado. Nos quedamos de pie frente a la encina reinante en el jardín, ¡sobrepasaba la altura de la casa!; observamos su corteza, las ramas onduladas pero armónicas y las hojas que la coronaban. Dirigí mi mirada hacia los cipreses, las palmeras y los sauces. Pasó una ráfaga de viento y empezaron a bailar con caras desfiguradas semejantes a las de los muertos, pero su movimiento daba a entender que aún vivían: unos eran robustos y sus ramas viejas danzaban con dificultad, otros se mostraban gráciles y femeninos. Mientras jugábamos oímos que “B” emitió un grito de pánico y subimos rápidamente para ver qué ocurría. Niños, vuestro padre no se encuentra bien, salid de aquí, dijo “B” con esa firmeza que le caracterizaba.

Joan me acompañó a la habitación mientras Gabriel y Carlos jugaban a fútbol en el pasillo. Entonces cogió un un lápiz y un papel para escribir algunas líneas a toda velocidad. Vic, me dijo mirándome con intensidad, te he escrito un poema. Joan era el único que me leía cuentos, de alguna manera sustituía a mi padre en esa tarea, pero su verdadera pasión era escribir poemas. Entonces leyó:
Esta tarde lejos han quedado el horror de la oscuridad y las hojas puntiagudas
lejos de la piedra y acostumbradas al ruido (no es más que el salto de un pájaro)
han limpiado el estanque de los peces para observar la luna
y ha crecido en la tierra un vuelo de coral que ahora esconden nuestras manos.”
Permanecimos en silencio. Yo pensaba en el significado de esos versos como quien se encuentra en un laberinto y no sabe el camino a escoger, y él releyó el poema para sí como si buscara a la abeja reina que se resistía a salir de un enjambre apaleado.



El domingo vino un señor dispuesto a trabajar todo el día para tapiar la ventana del primer piso, la misma donde mi padre pasaba largas horas meditando. “B” había insistido en hacer reformas porque, según ella, era un asunto de vida o muerte. Fue ese día cuando algo dentro de mí me dijo que debía ayudar a mi padre, pero ¿cómo?, no había remedios para su enfermedad. Se me ocurrió pasarle el poema que me había dedicado Joan por debajo de la puerta de su escritorio, porque aunque no pudiera hablar, a lo mejor sí me respondía por escrito. Fue antes de cenar que vi una carta deslizarse sobre el suelo de la habitación. La abrí: “A pesar de que las señales indiquen al mar que no se mueva, juego a buscarlo porque ya no está donde recuerdo. Ir no significa volver y me he ido perdiendo. Pero las barcas amarradas sobreviven consumidas por alguna esperanza que puede cambiar las señales”.

martes, 14 de abril de 2015

La sombra

Les conté a mis padres que en mi habitación había una sombra, pero no dieron importancia al asunto. Entró por la ventana cuando era solo una niña. Una mueca risueña se dibuja en mi rostro intentando burlarla cuando la recuerdo, aunque sepa que es demasiado tarde. Hubo un tiempo en que huía de ella: gritaba, me revolvía debajo de las sábanas, las pesadillas me encontraban sola en una cama ancha y vacía. Empezaba a presentir su existencia, sin embargo, no sabía de qué se trataba aún. Se fue haciendo más grande, ya era visible. Cada día que entraba en mi cuarto se comunicaba conmigo, conseguía transmitirme los peores sentimientos. Os aseguro que en muchas ocasiones no conseguía pegar ojo, pensando en sus órdenes, en el pesimismo de aquel ser tan lejano a mí. Al parecer, para el resto del mundo no suponía ninguna amenaza y a duras penas me acostumbré a ella. Se dice que algunos niños juegan con amigos invisibles, pero nunca consideré un amigo a ese ente entrometido, egoísta, manipulador, que ansiaba a alguien como yo para alimentarse y conseguir un lugar seguro donde habitar.

Corromper mi inocencia se convirtió en su quehacer diario. Me levantaba y me hablaba de las personas malvadas a mi alrededor, de lo injustas que resultaban por no brindarme su ayuda. De camino al colegio pensaba en ella, incluso en clase seguía haciéndolo. Evitaba hablar con mis compañeras y compañeros. Al volver del colegio, procuraba distraerme con mi hermana: ver la televisión, hablar o comer. Cualquier cosa era precisa para retrasar lo inevitable. A pesar de todo, siempre llegaba el momento de volver a encontrarme sola entre esas cuatro paredes blancas, cada vez más negras por las dimensiones que iba cobrando la sombra. 

Mi familia se llevaba mal, no me gustaba ir al colegio, no soportaba más mi casa. Apuesto a que estaba encantada o algo parecido. La oscuridad se apoderó del lugar donde dormía, extendiéndose hacia el resto de mi hogar. Su hogar. No sé si mis padres o mi hermana lo percibieron, pero yo no osaba darles la noticia, prefería hacer como habían hecho ellos: callar, no prestar atención a las sombras de monstruosas dimensiones. En la calle la luz resplandecía, pero al mismo tiempo hacía más perceptible la sombra. La sangre dibujaba el camino hacia la salida, dentro de mí no podía circular, ya todo mi cuerpo era sombrío y duro, inerte. 

Fue un día lluvioso, como debía ser. Los paraguas ocultaban más de lo que pretendían sus dueños. El río de color escarlata brillaba en su regocijo, por fin consciente del exterior. Los espejos señalaban la sangre, el agua animaba su continuidad hacia abajo de la terraza, la tiraba en picado para que sobreviviera, pues era preciso con el fin de huir de allí. Mi cuerpo flotaba en la fachada, atado de una cuerda que me traía recuerdos de la niñez, cuando aún dudaba de la presencia de mi torturadora. Yo contemplaba la escena desde otro lugar. Observé los rostros horrorizados de los viandantes a los que les salpicaba esa agua liberada del cuerpo, recuerdo de un alma que fue a parar al refugio equivocado. Nadie se daba cuenta, nadie. Oí gritos, incluso sentí el pánico de los demás. Me trataban como a una sombra, sin saber que quise la paz, sin ser conscientes de las sombras que habitaban cada uno de sus cuerpos.

lunes, 30 de marzo de 2015

Si yo fuera Eloísa



Encontrarte en ese escalón.
Salir solo para respirar o respirarte
y verte sentado en la escalera de piedra.
Salir para encontrarme conmigo y contigo.
Que nadie más esté allí.
Salir para beber el aire a tragos y comer hojas
y crepitar como ramas en el fuego.

Salir y no ver nada.
Y que una luz ciega ilumine la escalera.
Que en el escalón no estés tú.
Querer volver a entrar para ahogarme
en el aire gastado entre esas paredes
y que el afán me lleve hacia dentro,
hacia el ardiente frío y el fugaz silencio.

Que no haya más soluciones que tú,
sin vientos helados ni vívidos valles,
sin miradas a tientas ni mentes que escuchan.

Que solo estuvieras solo y solo yo te buscara.

Viajé en tren y no llovía


Ayer subí a un tren a las nueve y tres de la mañana,
aunque no adiviné la hora exacta en la que mirarías tu reloj.
Las manchas en los cristales eran árboles o quizás
gotas de lluvia que perseguían a personas sin paraguas.
Oía voces y murmullos; me preocupó que vinieran de fuera
porque las ventanas no estaban limpias, ocultaban el asfalto
y el pesar del calor en el campo deshaciendo el vehículo.
Quien miraba a través de la ventana no era yo, quien miraba
desde la calle no me miraba a mí. Túneles, obras, hormigón,
veía las agujas como los pueblos o las casas; cuando escuché
una palabra, decidí  dejar las ventanas inmóviles y los asientos 
vacíos de tanto polvo, vida inerte sin más destino que unos ojos.

sábado, 28 de marzo de 2015

La madrugada del sábado



La madrugada del sábado


Había decidido dejar de imaginar sauces
en medio de la ciudad, escudriñar la luz.  
Celebrando la victoria del equipo,
cogí la cañita con la boca y di un sorbo
a las sonrisas rectas de mis amigos,
a las apuestas de quienes ya no existen.
Sentada en el sofá, miré hacia la puerta.
Todo pasaba delante de mí tan rápido,
y tú, con el libro entre los vasos,
colocando tu cabello detrás de tu oreja,
escondiendo de mis ojos el ruido.
Mi cabeza grababa tus movimientos;
azul y lenta, apuraba el último trago,
las estrellas de tus hojas, perdiéndose
en el parque, en las ramas de tu cabello.

lunes, 23 de marzo de 2015

Lunas hechas de polvo rosa

Todos amaban a la luna blanca
y solo hay lunas hechas de polvo rosa.
David Leo García


Todas las primaveras íbamos al bosque. Las arañas de colores conspiraban para conquistar todo el territorio, pero no temíamos, podíamos subirnos al almendro y descansar mientras contemplábamos los vastos campos que dibujaban un sendero incierto a nuestro alrededor. La tarde llegaba demasiado deprisa, contundente como la sierras o como las piedras. Entonces, debíamos refugiarnos del frío en una casita de una sola habitación.

Cuando necesitábamos agua, saltábamos el muro para rellenar botellas con el agua del pozo de nuestro vecino, el cual nos había dado permiso para hacerlo. La parcela del vecino era un almacén de cosas que tiempo atrás fueron útiles, pero que a causa del miedo a la pérdida, habían sido colocados de cualquier manera en el suelo. La polea oxidada del pozo se quejaba cuando la cuerda la hacía moverse. Nos preguntábamos cómo sería vivir en aquella casa, un poco más grande que la nuestra, pero igual de simple. Al volver, cargados de botellas, teníamos cuidado con los arbustos y las espinas. Con el agua del pozo regábamos los árboles y las plantas; conocíamos a la perfección la silueta de cada uno de ellos: sus hojas, la posición que ocupaban en la parcela, su altura, incluso saludábamos a los habitantes de sus ramas cuando los encontrábamos por sorpresa. Unos kilómetros a la izquierda, los majestuosos cipreses circundaban con acierto la periferia del campo de los naranjos. Íbamos allí a coger toda clase de naranjas, pero su abundancia, el olor ácido y los mosquitos hacían de esa tarea una costosa expedición.

Otras excursiones bien distintas eran las que comenzaban con un paseo y acababan con misterios o grandes descubrimientos.
Recuerdo el misterio de la fábrica. La llamábamos fábrica porque era grande y blanca, pero no sabíamos a ciencia cierta si lo era. De ella venía un gato llamado Mishu, aunque para ser sincera, nosotros le llamábamos así sin saber su verdadera identidad; su pelaje era negro y sus ojos verdes claros, y su enigmática presencia nos alegraba en lugar de desconcertarnos. 
Un poco más lejos se encontraba otra fábrica, pero ya abandonada a juzgar por sus máquinas oxidadas y huérfanas en medio del campo. Justo al lado de ellas, había una fosa en la que descansaban numerosos huesos de animales. Al parecer, se trataba de ovejas. No nos preguntábamos el motivo de la existencia de esa fosa y esos huesos, solo éramos parte de lo que nos rodeaba. Si nos apetecía caminar más, bajábamos la cuesta de grava, deteniéndonos para apreciar las filas de orugas, y emprendíamos nuestro viaje hacia el arroyo sin mochilas a nuestras espaldas y sin objetivos. 

Cuando se hacía de noche, brillaban las bombillas y la dama de noche desprendía su aroma. Muchas veces íbamos a la casa de los vecinos, a la que llegábamos a través de unas escaleras de piedra. Nos sentábamos al lado del aljibe, mientras el perro nos escuchaba, y hablábamos sobre las batallas entre los gallos, el sonido de las gallinas, el patito nuevo, el perro guardián y la mirada de las ovejas. Recuerdo una noche en la que nos encontrábamos mirando las estrellas y la luna. ¿De dónde vienen?, preguntó un amigo de los vecinos. Y me quedé tan sorprendida, mirando hacia el firmamento e incapaz de entender la noche, que conservé ese momento, quizás a sabiendas de que esa primera luna me ayudaría a entender el significado de las demás. 


domingo, 8 de marzo de 2015

Un pollito

Si al nacer yo rompiera el huevo bajo la mirada atenta de mi madre,
la cáscara hecha cristal de migas de pan, las plumas haciéndome cosquillas,
mis hermanos cantando el mensaje de las horas que se quedan;
si al salir yo supiera que en el viaje el cielo se pinta solo
y los colores te sorprenden desde el otro lado de la ventana,
seguiría contando la historia de las pisadas lejanas del otro lado de la granja.


sábado, 7 de febrero de 2015

Matar poemas y convertirlos en mucho menos que poemas

Todos los hombres matan lo que aman. Oscar Wilde

Así mato un poema y se convierte en cadáver.


Tu frente huele tierna
germen gustoso mi aliento.
Plantas la lenta, gruesa, fronda jaula
secada en heces,
tratas de fijar gotas, no jirones,
góndolas sueltas.
Brotan hartas vueltas contaminadas
fatal loco acude a mi entierro:
cuerpo, tela, mordaza,
cuello, basto opresor
vientre, cocidos trozos
ojos, fieles gusanos.

domingo, 1 de febrero de 2015

Las tortugas

Un domingo por la tarde, dos tortugas caminaban sobre la tierra del jardín de una planta baja.
Cuando los reflejos de los cristales comenzaron a reproducir los movimientos de los vecinos que caminaban por la acera, Nat y Nuri jugaron a esconderse debajo de la tierra.
El problema es que luchamos por los sueños equivocados dijo Nat a su madre, mientras fruncía el ceño mi sueño no es competir contra los demás, yo ansío ser feliz y no sé. A medida que se adentraban en la tierra, la luz no encontraba un lugar por el que llegar a ellas.
No tienes por qué competir contra los demás, sino contra ti misma, debes intentar ser mejor día a día.
Lo intento, te lo prometo, pero ¿acaso puedes pedirle al agua que no corra, que se quede quieta? Es su naturaleza seguir su curso. ¿Podrías pedirle a la roca que se moviera, sin ayuda? Lo único que intento explicarte es que no vivo como yo querría, siento que me exigen más de lo que soy, incluso ponen requisitos para que alcance mi sueño. Con tantos impedimentos, tanto egoísmo y tanta envidia, es difícil.
Igual que el pájaro es pájaro. tú eres una tortuga y debes dedicarte a los asuntos de los animales, que se asemejan a hojas del naranjo del jardín, frágiles e importantes, únicos sonrió la madre.
A veces miro las nubes embobada imaginando que soy una de ellas, me dejo llevar y veo los edificios desde abajo y lo diminutos que son los asuntos que me rodean. A las nubes las impulsa el viento, pero las nubes no sueñan ¿verdad? No sé qué me impulsa a mí, el tiempo, a lo mejor.
Si piensas tanto, vas a enloquecer. 
Quiero alcanzar mi sueño.Viajaré por todo el mundo, cuidaré de ti y lograré encontrar a papá. Viviremos en una tierra extensa con más animales, donde no tengamos que someternos a los caprichos de nuestros dueños. Pero parece ser que no dejan que salgamos de este espacio, aunque me dedique cada día a ello. ¿Por qué debo someterme a los deseos de los demás? Yo no soy de nadie.
Eso es muy cierto, hija. Tú eres de ti misma. Tus sueños son tan grandes como los pastos del campo, pero la realidad es algo más complicada. Debemos ser felices aquí, con nuestros dueños, en esta casa, y dejar que nuestros sueños nos impulsen y no nos hundan. 
¿Sueños que jamás alcanzaré?, ¿infelicidad?
La madre siguió caminando. 
Mamá, siempre me has dicho que yo puedo cambiar las cosas le recordó, enfadada.
Claro que puedes. pero no todo está en nuestras manos. Algunos solo tenemos una ventaja, decidir cómo tomarnos los días. 
Madre e hija siguieron su trayecto, haciéndose un hueco entre la oscuridad.

viernes, 30 de enero de 2015

Mañana

El río seguía su camino y oía su voz arrulladora desde mi habitación. Al principio fue como un eco distorsionado saliendo de las profundidades del bosque, pero comenzó a arreciar con fuerza por su lecho y, arrastrando notas y piedras, dibujaba remolinos de seres entumecidos por su insistencia. Fue entonces, quizá, cuando soñé que naufragaba en aguas marrones y turbias. Su opacidad no me dejó indiferente y las miré como si mirara al sol cuando me toca sin avisar con su cálida mano, pero el agua puede acariciar o azotar y en ese momento parecía furiosa. Abrí los ojos torpemente, como quien quita las ramas del suelo para hacerse lugar. Los surcos que dibujaba el Sol hacían de los objetos insondables seres relucientes, la ropa de la habitación era de fuego y las llamas hacían su trabajo allá por donde pasaban. Aún así, las ramas bailarinas y las caras demacradas de los árboles grises e inquietos parecían alertar a algún que otro despistado que desconociera el incendio. Las montañas enmarcadas por ventanas cuadriculadas parecían tan lejanas que ya apenas las conocía y desde fuera el agua seguía llenando mis ojos para apagar todo el fuego con ellos. Mis mañanas se asemejaban a un río, pero en verano no llovía lo suficiente y se extinguían aquellas minúsculas pertenencias a las que no echaba cuentas, como el "no olvides quién eres ni en qué sueñas", los zapatos rosas de ir a la playa con mi abuela, mis dientes de leche o El patito feo. Intento comprender, todavía, que esto es inevitable, pues no guardamos tantas lágrimas para acallar cada haz que nos ciega y debemos rendirnos a las mañanas y los mañanas.

miércoles, 21 de enero de 2015

La muerte del ruiseñor

Quiere ser dueño del sol y lo mantiene lejos. Dice adiós al amor, dice adiós, con la mano, 
con la sangre de la rosa aplastada bajo sus suelas desgastadas. Prefiere no apostar por causas perdidas, no apostar, solo brindar en el jardín. Lo único que le recuerda al amor son los libros, los ruiseñores y las rosas. Elige no presenciar más muertes, volar sin vivir para las rosas, cantar por estar vivo. Maldice a los ruiseñores que mueren por amor, el amor es egoísta, pero él es de los que viven de los sueños y la sangre es demasiado valiosa, quiere ver más rosas y más ruiseñores sellando pactos bajo las ramas.

domingo, 18 de enero de 2015

Nocturno


Legato
Saludo a cadencias rotas o imperfectas
saludo, desde lejos,
desde montañas repletas de patas
gusanos arrastrándose sobre el papel
comiendo barras, bemoles,
silencios.

Con brio
Espacio para quien no tiene
un, dos, tres, un, dos, cuatro,
los dedos naufragan en la pausa
es la sangre, el rumor viene
de dentro timbales, trompetas, xilófonos,
batuta ligera, sudor, el cabello
se eleva con los arcos
hacia todas partes, afuera,
rodando en la carretera, luego
en el mar con el cielo.

Forte
Eco, contesta, de pie, con el alma,
en la escala, hasta la octava,
agitadas, ansiosas, rápido,
todas las notas corren, chocan,
la melodía principal, el acompañamiento
grave, de fondo,
se estremece en el último suspiro,
permanece, respira, todavía.

D.C. al Fine

sábado, 17 de enero de 2015

El amor no se mide en tiempo

Fui a su habitación y le vi sentado en la cama. Yo te ayudo, qué calor hace. Era la madera, los haces de luz buscando un cristal, las fotografías o ese olor. Podría ser la limpieza, la pulcritud que caracterizaba a esa casa, las cruces, los rosarios, un espejo en el que me miraba de reojo.
Sus gafas representaban el abismo desde sus ojos hasta la realidad, en la que caía precipitado, un abismo sucio como los cristales. Será cosa de la edad, suponía él, porque por mucho que las limpiaba no conseguía remediarlo. Le puse la mano en el hombro. Sus ojos, qué decir de esos ojos llenos de ilusión por una visita, una llamada, un recuerdo, o, aún mejor, la posibilidad de ser quien él quisiera. Sus manos aparentaban paciencia. Había un reloj que no funcionaba en la mesita de noche. Qué hora será, me pregunté, mientras reparaba en ese jersey beige. Le subí el jersey poco a poco, se descompuso; quería respirar. Toqué su piel y se convirtió en extensión de mis caricias; tu ser no empieza aquí, pensé para mis adentros, tu piel solo es una puerta por la que se llega a ti. Me senté para que algo en él me contestara y, mientras, hablábamos del tiempo, pero yo no buscaba los ruidos en los que se escondía; lo comprendió y agarró mi mano para decirme que estaba ahí pero que podía ser la última vez que respiráramos ese aire tan agobiante y extraño. Arrastró pesadamente su dedo por la palma de mi mano para cavar y dejar un hoyo en ella, enterrando quién sabe qué. Luego esa pala empezó a allanar la tierra que había quedado esparcida y me acarició con los movimientos que solía hacer cuando dibujaba su nombre en el vaho del cristal, o al tocar esa manta con la que se abrigaba en el sofá. Entonces reparó en que, al enterrar quién sabe qué en mi mano, también la tierra había llegado hasta mis brazos, y, más nervioso, trató de pasarme su mano repetidas veces por el brazo izquierdo, hasta que me di cuenta y, acercándose más a mí, dejó su mano en mi cintura. Quiero saber quién eres, me dijo, sin palabras. Y, mientras apoyaba mi cabeza en su hombro, pensé, ya nos sabemos tanto, que queremos olvidarnos.

Poema humano

Si das lo mejor de ti
que es creer
que es ser

cómo quieren las alas volar más alto
cómo quieren las sombras alumbrar lo oscurecido
cómo quieres, tú, ala y sombra

a merced del pasto y de la risa
en el desesperar tornarte
dios infernal, diablo divino.

No pienses

No pienses, no vivas
Estudia, aprueba
Calla, escucha
No cuentes
Lo que piensas es horrendo
No actúes
Solo espera

El mundo no cambiará
Si tú no lo haces

La inteligencia es adaptarse
Ser el mejor de la clase
Memorizar como una máquina
Seguir el camino trazado
Aspirar el humo de los vehículos

Todo lo demás es pecado
Pero no es tan mortal

martes, 13 de enero de 2015

Los creadores de monstruos

Cuando era una niña, recuerdo que temía al hombre del saco. Duerme, me decían, o de lo contrario vendrá el hombre del saco y te llevará con él. Yo hacía caso, sin saber que el hombre del saco me podía perseguir en sueños. Desconocía que hay otra vida cuando duermes, es un mundo parecido a un espejo: todo lo que pasa en la vida real se refleja de una manera distorsionada en la vida de los sueños.

A medida que fui creciendo, comprobé que había otros monstruos, ya podía verlos a través de la televisión. Su aspecto era horrendo: despeinados, con la cara desfigurada, espíritus, seres que vivían en el inframundo y con características físicas que les hacían parecer peligrosos. Pero todos ellos tenían un común denominador: eran personas que habían pasado por un momento difícil o por alguna desgracia que les perseguía durante el resto de sus vidas. 

Hubo una etapa de mi vida en la que consideré, incluso, que los monstruos estaban a mi alrededor: mis compañeros de clase, mi familia y mis amigos. Me sentía mal y era por su culpa.

Ahora que entro en el desconocido mundo de los adultos, presiento que hay un monstruo aún más demoledor: el dinero. Nosotros, los papalagi, según el libro de Erich Scheurmann, creemos que seremos más ricos cuanto más dinero tengamos, pero no nos damos cuenta de que, como amamos el dinero, toda nuestra vida la dedicamos a él, y en contra de nuestras expectativas, no nos hace más felices. Tanto es así que podemos llegar a realizar actos inhumanos por dinero, que solo es metal pesado y papel grueso, como se observa en el libro de Scheurmann. Así, algunos lo consideran un dios, pero en realidad puede ser un monstruo si nos dejamos cautivar por él.

¿Por qué creamos monstruos? Como se puede apreciar en estas líneas, todos los monstruos aquí descritos son producto del ser humano. Recuerdo cuando miraba debajo de la cama o abría el ropero, temerosa de que pudiera esconderse allí el origen del mal. En realidad era yo quien creía que podían llegar a existir, y si creemos que algo o alguien es el origen de nuestro mal, nos encargamos de ignorarlo o eliminarlo. Así pasó con Gregorio Samsa: su propia familia lo veía como un monstruo, pero, ¿qué hubiera pasado si en lugar de tratarlo como tal lo hubieran seguido tratando como antes? En este libro de Franz Kafka se advierte lo que intento decir: está en nuestras manos crear monstruos.

martes, 6 de enero de 2015

La mecedora


Vuelvo a ser ellos: pensar y congelar.
Las bicicletas ruedan sobre los cables eléctricos,
el lugar de la luna no es la lejanía.
Un coche que vuelve al pueblo
el conductor gira su cuello.
No hay prisas, todos los pájaros salen.
Me siento en la mecedora,
pregunto: ¿será él?
Esas ruedas asfaltadas que silban
mientras van en pos del nuevo viaje.
Debajo de la casa se abre el cielo
veo planetas y hierbas que encojen.
Los vecinos van a misa, pero yo no
tengo mi sombrero.
El riachuelo se seca, un pentagrama que
discurre por diversos caminos.
Pájaros, venid a los cables, sois demasiado mayores
para recibir del viento el canto que ofrecéis.

domingo, 4 de enero de 2015

La triste pero verídica historia del gato Samba

El felino sentía las baldosas debajo de él a medida que arrastraba sus aterciopeladas patas por la habitación. Pareciera que estaba observándola como quien observa un lienzo e intenta averiguar un significado oculto, una mancha, una señal.

Sus ojos eran de color verde, su cuerpo estaba recubierto de pelaje atigrado. A menudo saltaba por la habitación, unas veces sobre la mesa, otras veces sobre los objetos que dejaban sus dueñas en el suelo. De repente, siempre de manera inesperada, se abría la puerta. Era Federica, que le traía comida, y le decía, cómo estas minino, mientras le acariciaba la cabeza, ¿cómo estás?, ¡ay!, qué carita tienes. Luego se iba y él volvía a subir a la mesa para mirar por la ventana. ¿Qué habrá al otro lado del cristal?, ¿serán ciertos esos edificios, esa gente que sale a tender la ropa o la que está, como yo, detrás de la ventana? 

Mientras, en el salón, Federica y Magdalena miraban su reloj. ¿No podemos ver alguna película buena?, decía Fede, que se encontraba tumbada en el sofá. No sé que hay, respondía Magdalena, aburrida. Mamá, le tenemos que dar las pastillas a Samba. Sí, Fede, más tarde se las doy. 

Samba se arrastraba por la pared, con el cuello torcido, y caminaba despacio; recorrer una habitación no era tarea fácil. Maullaba e iban a hacerle compañía, pero era un gato especial y no podía andar a sus anchas por toda la casa. Caminaba despacio, era incapaz de girar el cuello y estaba enfermo desde que nació.

Después de unos meses, cuando se recuperó un poco, las dueñas decidieron llevarlo de vuelta a su casa de campo, de la que tuvo que despedirse para recibir tratamiento durante un tiempo. Samba reconoció el pasto, las largas plantas y las flores, los sonidos a su alrededor. También reconoció a los abuelos, que eran parte de su familia, y recibió aquel día como un invitado al que soñaba darle la bienvenida. Pero pronto percibió una sombra que se acercó y el gato respondió temeroso; huyó, fue a esconderse donde pudo. Era un nuevo miembro de la familia, un perro joven y fiel. 

Un día de verano, Sam no pudo evitar que el perro se acercara. Tampoco evitó el miedo, pero el perro quiso llevarle consigo, o responder a alguien que le ordenó: llévatelo. El gato no sintió más el tiempo y la última amenaza oscureció el sol.



jueves, 1 de enero de 2015

Año nuevo


Cuando me conozcas sabrás que no me gusta decir adiós; acabar, así, como si se tratara de algo que hay que hacer por obligación, como si se acabara una caja de cereales para luego tirarla, como si se eliminara un contacto del móvil y todo fuera sencillo.

Nosotros no podemos acabarnos, ni a nosotros mismos ni a los demás, no somos finitos, no tenemos principio exacto ni tampoco fin. Despedirnos es soltar, disfrutar del cambio, crecer. Reconocer lo que es importante. Hay despedidas implícitas, o miradas que despiden, o ese "no es el momento" que es solo un segundo en el que lo piensas. Pero si algo acierto a entender, es que es necesario hacerlo. Para ti o para los demás. Sin embargo, despedirse no significa que nunca volverán a formar parte de tu vida, porque, como bien he comprobado, si se marchan es para que les recuerden.

Para recordar, no vivo en el pasado, vivo aquí, y, a veces, alguien me recuerda al pasado.

Sea bienvenido el presente.

Ratas

El polvo sigue aferrado a la ventana. Se hace la noche. Las ratas trepan por la pared a sabiendas de que nadie las ve, cavan agujeros blancos en los que algún día esconder un trozo de queso robado de la trampa. Miles de millones de ratas, en un afán incomprensible, trepan hasta llegar a lo más alto de la pared, y el techo se deshace y trepan por el aire. Sus patitas dejan marcas en la pared. Se hace el día. Tu mirada. Quién la ve.