lunes, 4 de mayo de 2015

La casa de los mil años




¡Yo también me canso de latir!, grité mientras movía la piruleta en forma de corazón que me había regalado mi profesora de repaso, para luego llevármela a la boca y que ese sabor llegara a contaminar la cocina. También me gustaba pensar que los gritos de mi niñera me contaminaban o que yo podía contaminarle con mi silencio. Te he dicho que no comas chucherías antes de cenar, me dijo a voces, como si hablando normal no fuera a reaccionar. Blanqui, a la que llamábamos “B”, era nuestra niñera desde que teníamos uso de razón. Gabriel y Carlos, mis hermanos, también comían chucherías, aunque “B” sabía que en algunos casos llamarles la atención significaba perder el tiempo.

Fui a mi habitación para coger el peluche gigante que me habían regalado por mi séptimo cumpleaños: un mapache gris con los ojos dorados. Entonces agarré una muñeca y la vestí para que fuera a hablar con el doctor Mapache. Buenos días, Katrin, dijo el doctor. Buenos días, dijo Katrin, y aunque tenía miedo de hablar con un doctor tan grande, se decidió porque se sentía mal y cuando uno se siente mal debe hacer alguna cosa. Cuéntame, ¿qué te trae por aquí? Verá doctor, susurró Katrin, tengo miedo a la oscuridad y a los monstruos que aparecen en ella. Vaya, dijo Mapache, es grave. Lo mejor será que procures dejar la luz encendida siempre que puedas. Mis padres no me dejan, musitó Katrin, la luz no puede estar siempre encendida. En ese caso deja las cortinas abiertas, así la luz de la luna te protegerá de esos monstruos, sentenció. ¡Muchas gracias doctor Mapache, siempre me ayudas!

Corrí la cortina para que entrara la luz de la luna. ¡Con que era cierto lo que había dicho el doctor Mapache! Eché un vistazo a mis peluches, miraban al infinito, es decir, lo que los adultos llaman "ninguna parte". Los animales se mueven, corretean de un lado para otro, respiran y sus ojos cambian de color, pero los ojos de mis peluches querían cobrar vida, esperaban que encontrara una llave para pulsar el resorte que les devolviera al sueño que no pudieron culminar en otra vida. Miré hacia la ventana y al otro lado se movían las hojas y caían de los árboles como si fuera su oficio vivir sostenidas en una rama débil acechada por el viento, para caer en una pirueta y acabar en el suelo dejando un ruido sordo en la memoria. Después, yo también caí en los brazos de Morfeo.

El sábado llegó con un sol espléndido. Me enfundé mis pantalones preferidos de rayas grises y negras y escogí una camiseta rosa y unas botas peludas. Procuré no hacer mucho ruido y bajé al jardín, o como yo lo llamaba, el bosque encantado. ¡Hola, pajaritos! La hierba había crecido, nunca me daba cuenta y de pronto un día llegaba a mis rodillas. Las enredaderas se columpiaban por los troncos y las paredes de la casa, querían salir a la calle, pero justo antes de cumplir con su misión suicida, las cortaban. La fachada era de color gris, había esquinazos de piedra y las ventanas tenían acabados de madera. Fui a echar un vistazo a nuestra guarida: una cabaña con piedras amontonadas, ramas y barro, a la que era conveniente acudir al menos una vez al día, como había ordenado mi hermano Carlos, con el fin de que los gatos no se adueñaran de ella. Gabriel no se ocupaba de la guarida pero cuando se trataba de jugar acudía sin pensárselo.

Recuerdo aquel día con una indiscutible nitidez. Iba a venir mi primo, se llama Joan. Era más mayor que nosotros, por aquel entonces tenía dieciocho años. Subí a desayunar y antes pasé por delante de la habitación de papá. Nunca sabía si estaba porque su palabra favorita era el silencio. A lo mejor se encontraba en el escritorio leyendo algún libro en latín o jugando al ajedrez, pero el sonido lento y acompasado de la cucharilla me indicó que estaba tomando el desayuno. ¡Qué hambre tengo!, grité mientras llegaba a la cocina. El zumo y las galletas desaparecieron en un visto y no visto y estuve jugando a los espías con mis hermanos hasta que llegó Joan.

Ding dong, resonó el timbre en mi cabeza. ¡Hola primos!, gritó Joan, con una sonrisa de oreja a oreja que podían envidiar los tiburones con la dentadura más afilada y reluciente. Nos abrazó y acto seguido lo hizo mi tía Clara. Por cierto, Vic, ¿cómo estás?, preguntó Joan, sonriendo. Me encanta venir a Barcelona y verte tan animada. Bien, respondí, y una sonrisa quiso abrirse paso desde mi interior hasta mis labios pero la oculté antes de que saliera la verdad a relucir. No me gusta que papá esté enfermo, continué, y creo que estoy poniéndome enferma por su culpa.

Mi padre estaba enfermo de la garganta, a pesar de que quisiera comunicarse con los demás no podía; daba la impresión de que era tímido o muy serio, pero lo único que le impedía comunicarse desde que murió mi madre era ese problema tan desagradable. Siempre pasaba lo mismo: su intención era hablarnos dulcemente como antes, justo después de dirigirnos una mirada escrutadora, pero de repente aparecía el ceño fruncido y los labios tristes y dirigía su mano a la frente para taparse los ojos como si la luz de la bombilla le molestara en exceso. Creo que me está contagiando su enfermedad, le confesé a Joan mientras me apartaba el pelo de la cara con mis manos, porque en el colegio cada vez hablo menos y me duele la garganta. La enfermedad de tu padre no se contagia, me acusó Joan, no digas tonterías.

Al acabar de comer bajamos al bosque encantado. Nos quedamos de pie frente a la encina reinante en el jardín, ¡sobrepasaba la altura de la casa!; observamos su corteza, las ramas onduladas pero armónicas y las hojas que la coronaban. Dirigí mi mirada hacia los cipreses, las palmeras y los sauces. Pasó una ráfaga de viento y empezaron a bailar con caras desfiguradas semejantes a las de los muertos, pero su movimiento daba a entender que aún vivían: unos eran robustos y sus ramas viejas danzaban con dificultad, otros se mostraban gráciles y femeninos. Mientras jugábamos oímos que “B” emitió un grito de pánico y subimos rápidamente para ver qué ocurría. Niños, vuestro padre no se encuentra bien, salid de aquí, dijo “B” con esa firmeza que le caracterizaba.

Joan me acompañó a la habitación mientras Gabriel y Carlos jugaban a fútbol en el pasillo. Entonces cogió un un lápiz y un papel para escribir algunas líneas a toda velocidad. Vic, me dijo mirándome con intensidad, te he escrito un poema. Joan era el único que me leía cuentos, de alguna manera sustituía a mi padre en esa tarea, pero su verdadera pasión era escribir poemas. Entonces leyó:
Esta tarde lejos han quedado el horror de la oscuridad y las hojas puntiagudas
lejos de la piedra y acostumbradas al ruido (no es más que el salto de un pájaro)
han limpiado el estanque de los peces para observar la luna
y ha crecido en la tierra un vuelo de coral que ahora esconden nuestras manos.”
Permanecimos en silencio. Yo pensaba en el significado de esos versos como quien se encuentra en un laberinto y no sabe el camino a escoger, y él releyó el poema para sí como si buscara a la abeja reina que se resistía a salir de un enjambre apaleado.



El domingo vino un señor dispuesto a trabajar todo el día para tapiar la ventana del primer piso, la misma donde mi padre pasaba largas horas meditando. “B” había insistido en hacer reformas porque, según ella, era un asunto de vida o muerte. Fue ese día cuando algo dentro de mí me dijo que debía ayudar a mi padre, pero ¿cómo?, no había remedios para su enfermedad. Se me ocurrió pasarle el poema que me había dedicado Joan por debajo de la puerta de su escritorio, porque aunque no pudiera hablar, a lo mejor sí me respondía por escrito. Fue antes de cenar que vi una carta deslizarse sobre el suelo de la habitación. La abrí: “A pesar de que las señales indiquen al mar que no se mueva, juego a buscarlo porque ya no está donde recuerdo. Ir no significa volver y me he ido perdiendo. Pero las barcas amarradas sobreviven consumidas por alguna esperanza que puede cambiar las señales”.