Ayer subí a un tren a
las nueve y tres de la mañana,
aunque no adiviné la hora exacta en la que mirarías tu reloj.
Las manchas en los
cristales eran árboles o quizás
gotas de lluvia que
perseguían a personas sin paraguas.
Oía voces y murmullos; me preocupó que vinieran de fuera
porque las ventanas no
estaban limpias, ocultaban el asfalto
y el pesar del calor en el campo deshaciendo el vehículo.
Quien miraba a través de
la ventana no era yo, quien miraba
desde la calle no me
miraba a mí. Túneles, obras, hormigón,
veía las agujas como los pueblos o las casas; cuando escuché
una
palabra, decidí dejar las
ventanas inmóviles y los asientos
vacíos de tanto polvo, vida inerte sin más destino que unos ojos.
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