lunes, 23 de marzo de 2015

Lunas hechas de polvo rosa

Todos amaban a la luna blanca
y solo hay lunas hechas de polvo rosa.
David Leo García


Todas las primaveras íbamos al bosque. Las arañas de colores conspiraban para conquistar todo el territorio, pero no temíamos, podíamos subirnos al almendro y descansar mientras contemplábamos los vastos campos que dibujaban un sendero incierto a nuestro alrededor. La tarde llegaba demasiado deprisa, contundente como la sierras o como las piedras. Entonces, debíamos refugiarnos del frío en una casita de una sola habitación.

Cuando necesitábamos agua, saltábamos el muro para rellenar botellas con el agua del pozo de nuestro vecino, el cual nos había dado permiso para hacerlo. La parcela del vecino era un almacén de cosas que tiempo atrás fueron útiles, pero que a causa del miedo a la pérdida, habían sido colocados de cualquier manera en el suelo. La polea oxidada del pozo se quejaba cuando la cuerda la hacía moverse. Nos preguntábamos cómo sería vivir en aquella casa, un poco más grande que la nuestra, pero igual de simple. Al volver, cargados de botellas, teníamos cuidado con los arbustos y las espinas. Con el agua del pozo regábamos los árboles y las plantas; conocíamos a la perfección la silueta de cada uno de ellos: sus hojas, la posición que ocupaban en la parcela, su altura, incluso saludábamos a los habitantes de sus ramas cuando los encontrábamos por sorpresa. Unos kilómetros a la izquierda, los majestuosos cipreses circundaban con acierto la periferia del campo de los naranjos. Íbamos allí a coger toda clase de naranjas, pero su abundancia, el olor ácido y los mosquitos hacían de esa tarea una costosa expedición.

Otras excursiones bien distintas eran las que comenzaban con un paseo y acababan con misterios o grandes descubrimientos.
Recuerdo el misterio de la fábrica. La llamábamos fábrica porque era grande y blanca, pero no sabíamos a ciencia cierta si lo era. De ella venía un gato llamado Mishu, aunque para ser sincera, nosotros le llamábamos así sin saber su verdadera identidad; su pelaje era negro y sus ojos verdes claros, y su enigmática presencia nos alegraba en lugar de desconcertarnos. 
Un poco más lejos se encontraba otra fábrica, pero ya abandonada a juzgar por sus máquinas oxidadas y huérfanas en medio del campo. Justo al lado de ellas, había una fosa en la que descansaban numerosos huesos de animales. Al parecer, se trataba de ovejas. No nos preguntábamos el motivo de la existencia de esa fosa y esos huesos, solo éramos parte de lo que nos rodeaba. Si nos apetecía caminar más, bajábamos la cuesta de grava, deteniéndonos para apreciar las filas de orugas, y emprendíamos nuestro viaje hacia el arroyo sin mochilas a nuestras espaldas y sin objetivos. 

Cuando se hacía de noche, brillaban las bombillas y la dama de noche desprendía su aroma. Muchas veces íbamos a la casa de los vecinos, a la que llegábamos a través de unas escaleras de piedra. Nos sentábamos al lado del aljibe, mientras el perro nos escuchaba, y hablábamos sobre las batallas entre los gallos, el sonido de las gallinas, el patito nuevo, el perro guardián y la mirada de las ovejas. Recuerdo una noche en la que nos encontrábamos mirando las estrellas y la luna. ¿De dónde vienen?, preguntó un amigo de los vecinos. Y me quedé tan sorprendida, mirando hacia el firmamento e incapaz de entender la noche, que conservé ese momento, quizás a sabiendas de que esa primera luna me ayudaría a entender el significado de las demás. 


2 comentarios:

  1. Hola, Juan. Muchas gracias, aún me queda un largo recorrido pero me alegra que me animes. Nos leemos :)

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