viernes, 30 de enero de 2015

Mañana

El río seguía su camino y oía su voz arrulladora desde mi habitación. Al principio fue como un eco distorsionado saliendo de las profundidades del bosque, pero comenzó a arreciar con fuerza por su lecho y, arrastrando notas y piedras, dibujaba remolinos de seres entumecidos por su insistencia. Fue entonces, quizá, cuando soñé que naufragaba en aguas marrones y turbias. Su opacidad no me dejó indiferente y las miré como si mirara al sol cuando me toca sin avisar con su cálida mano, pero el agua puede acariciar o azotar y en ese momento parecía furiosa. Abrí los ojos torpemente, como quien quita las ramas del suelo para hacerse lugar. Los surcos que dibujaba el Sol hacían de los objetos insondables seres relucientes, la ropa de la habitación era de fuego y las llamas hacían su trabajo allá por donde pasaban. Aún así, las ramas bailarinas y las caras demacradas de los árboles grises e inquietos parecían alertar a algún que otro despistado que desconociera el incendio. Las montañas enmarcadas por ventanas cuadriculadas parecían tan lejanas que ya apenas las conocía y desde fuera el agua seguía llenando mis ojos para apagar todo el fuego con ellos. Mis mañanas se asemejaban a un río, pero en verano no llovía lo suficiente y se extinguían aquellas minúsculas pertenencias a las que no echaba cuentas, como el "no olvides quién eres ni en qué sueñas", los zapatos rosas de ir a la playa con mi abuela, mis dientes de leche o El patito feo. Intento comprender, todavía, que esto es inevitable, pues no guardamos tantas lágrimas para acallar cada haz que nos ciega y debemos rendirnos a las mañanas y los mañanas.

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