martes, 14 de abril de 2015

La sombra

Les conté a mis padres que en mi habitación había una sombra, pero no dieron importancia al asunto. Entró por la ventana cuando era solo una niña. Una mueca risueña se dibuja en mi rostro intentando burlarla cuando la recuerdo, aunque sepa que es demasiado tarde. Hubo un tiempo en que huía de ella: gritaba, me revolvía debajo de las sábanas, las pesadillas me encontraban sola en una cama ancha y vacía. Empezaba a presentir su existencia, sin embargo, no sabía de qué se trataba aún. Se fue haciendo más grande, ya era visible. Cada día que entraba en mi cuarto se comunicaba conmigo, conseguía transmitirme los peores sentimientos. Os aseguro que en muchas ocasiones no conseguía pegar ojo, pensando en sus órdenes, en el pesimismo de aquel ser tan lejano a mí. Al parecer, para el resto del mundo no suponía ninguna amenaza y a duras penas me acostumbré a ella. Se dice que algunos niños juegan con amigos invisibles, pero nunca consideré un amigo a ese ente entrometido, egoísta, manipulador, que ansiaba a alguien como yo para alimentarse y conseguir un lugar seguro donde habitar.

Corromper mi inocencia se convirtió en su quehacer diario. Me levantaba y me hablaba de las personas malvadas a mi alrededor, de lo injustas que resultaban por no brindarme su ayuda. De camino al colegio pensaba en ella, incluso en clase seguía haciéndolo. Evitaba hablar con mis compañeras y compañeros. Al volver del colegio, procuraba distraerme con mi hermana: ver la televisión, hablar o comer. Cualquier cosa era precisa para retrasar lo inevitable. A pesar de todo, siempre llegaba el momento de volver a encontrarme sola entre esas cuatro paredes blancas, cada vez más negras por las dimensiones que iba cobrando la sombra. 

Mi familia se llevaba mal, no me gustaba ir al colegio, no soportaba más mi casa. Apuesto a que estaba encantada o algo parecido. La oscuridad se apoderó del lugar donde dormía, extendiéndose hacia el resto de mi hogar. Su hogar. No sé si mis padres o mi hermana lo percibieron, pero yo no osaba darles la noticia, prefería hacer como habían hecho ellos: callar, no prestar atención a las sombras de monstruosas dimensiones. En la calle la luz resplandecía, pero al mismo tiempo hacía más perceptible la sombra. La sangre dibujaba el camino hacia la salida, dentro de mí no podía circular, ya todo mi cuerpo era sombrío y duro, inerte. 

Fue un día lluvioso, como debía ser. Los paraguas ocultaban más de lo que pretendían sus dueños. El río de color escarlata brillaba en su regocijo, por fin consciente del exterior. Los espejos señalaban la sangre, el agua animaba su continuidad hacia abajo de la terraza, la tiraba en picado para que sobreviviera, pues era preciso con el fin de huir de allí. Mi cuerpo flotaba en la fachada, atado de una cuerda que me traía recuerdos de la niñez, cuando aún dudaba de la presencia de mi torturadora. Yo contemplaba la escena desde otro lugar. Observé los rostros horrorizados de los viandantes a los que les salpicaba esa agua liberada del cuerpo, recuerdo de un alma que fue a parar al refugio equivocado. Nadie se daba cuenta, nadie. Oí gritos, incluso sentí el pánico de los demás. Me trataban como a una sombra, sin saber que quise la paz, sin ser conscientes de las sombras que habitaban cada uno de sus cuerpos.