martes, 25 de octubre de 2016

Té de Ceilán

                                                                                                                             1/10/16




Entré en el bar. Me senté y pedí un té. La taza era grande y transparente. El líquido naranja despedía un humo apenas perceptible. Miré dentro y el color había cambiado a naranja oscuro. Té de Ceilán. Algunas gotas se cayeron en el plato blanco, entonces, se volvió amarillo. Mis labios se quemaban cada vez que daba un sorbo. Intentaba mantener toda la bebida dentro de la taza, pero siempre queda algo fuera. Creo que quería salir y desparramarse hasta no tener color ni sabor, desaparecer en el parqué.
No pude acabármelo, si no, la taza se habría quedado vacía. Las hojas de los pinos reposaban sobre la carretera, afiladas. Eran como el té: naranjas, pero con menos matices. Formaban una alfombra. No quería resbalarme y las pisé mientras las gotas se precipitaban sobre mi rostro.
Sé que muchas personas se han hecho daño por culpa de la lluvia que cae donde no debería. Una vez un vecino no pudo pagar lo que debía en el bar porque se rompió el fémur, y los camareros aún lo esperan, pero él está en el hospital y solo espera a que deje de llover. Lo sé porque conozco a su hijo, normalmente nos vemos a la hora del té.
Ayer quedamos en el parque y le expliqué que el agua es incontrolable y en estos casos solo puede esperar a recuperarse con el tiempo. Se le saltaron las lágrimas. No fue mi intención, pero ya se sabe que estas cosas son naturales.
Como iba diciendo, las hojas llenaban la carretera. Caminé hasta la clase. Los zapatos de mis compañeros dejaban un rastro de suciedad en las baldosas. El suelo había adquirido un tono marrón, igual que los ojos del profesor. Empezó a explicar, pero su voz se perdía en el sonido de la lluvia. Entonces, la luz se apagó. Lo que ocurrió después fue algo increíble, pero os lo contaré cuando haga buen tiempo.




                                                                                                                                                 2/10/16



Aún llueve, y no tengo ganas de recordar lo que pasó en clase, pero ayer, al volver a casa me encontré al profesor y fue bastante gracioso. Salí del metro y bajé la calle. De pronto vi que caminaba a mi lado. Se giró y me saludó con una sonrisa.
Hola, qué tal, le dije. En realidad quería decir que para mí su asignatura era un puzzle de 10.000 piezas y que había perdido 500. Bien, ¿y tú?, me dijo con una sonrisa que no sabía interpretar. Me fijé en cómo caían las gotas por su pelo. No contesté porque se supone que era una pregunta retórica, pero algo en sus ojos me indicó que estaba preocupado. Le confesé que iba un poco perdida y que no entendía la materia. ¿Has mirado los apuntes? Ahí me había pillado, pero dije que sí, que había estudiado, pero era muy difícil para mí. Quedamos en que pediría una tutoría para resolver dudas, la cuestión era qué le iba a preguntar, porque mis dudas principales se basaban en cosas prácticas y no en los rollos que soltaba en clase.
Llegué al portal de casa y me encontré al hijo de mi vecino. Qué tostón de chico, de veras, lo tenía que decir; es que no podía aceptar nada. Irene, me dijo, tenemos que hablar, no puedo dejar de pensar en ti. Acéptalo, por favor, ya te dije ayer que es normal, en unos meses lo superaremos. Pero él erre que erre, y que quería entrar conmigo. Le dije que no, y que si decidía vivir tenía que aceptar muchas cosas que no le gustan, pero si os soy sincera, siempre le había admirado porque es una persona que no acepta fácilmente lo que le dicen, y conozco a poca gente así. 
Acabé de merendar y le mandé un correo al profesor, en el que ponía que necesitaba ayuda para aprobar el examen, y que era muy urgente. No sé cómo me vería después de lo que hice en clase, pero lo pasado, pasado está. Me da un poco de vergüenza cuando lo recuerdo, aunque si no lo hubiera hecho, quizás aún le estaría dando vueltas.