1/10/16
Entré en el bar. Me senté y pedí un té. La
taza era grande y transparente. El líquido naranja despedía un humo apenas
perceptible. Miré dentro y el color había cambiado a naranja oscuro. Té de
Ceilán. Algunas gotas se cayeron en el plato blanco, entonces, se volvió
amarillo. Mis labios se quemaban cada vez que daba un sorbo. Intentaba mantener
toda la bebida dentro de la taza, pero siempre queda algo fuera. Creo que
quería salir y desparramarse hasta no tener color ni sabor, desaparecer en el
parqué.
No pude acabármelo, si no, la taza se
habría quedado vacía. Las hojas de los pinos reposaban sobre la carretera,
afiladas. Eran como el té: naranjas, pero con menos matices. Formaban una
alfombra. No quería resbalarme y las pisé mientras las gotas se precipitaban
sobre mi rostro.
Sé que muchas personas se han hecho daño
por culpa de la lluvia que cae donde no debería. Una vez un vecino no pudo
pagar lo que debía en el bar porque se rompió el fémur, y los camareros aún lo
esperan, pero él está en el hospital y solo espera a que deje de llover. Lo sé
porque conozco a su hijo, normalmente nos vemos a la hora del té.
Ayer quedamos en el parque y le expliqué
que el agua es incontrolable y en estos casos solo puede esperar a recuperarse
con el tiempo. Se le saltaron las lágrimas. No fue mi intención, pero
ya se sabe que estas cosas son naturales.
Como iba diciendo, las hojas llenaban la
carretera. Caminé hasta la clase. Los zapatos de mis compañeros dejaban un
rastro de suciedad en las baldosas. El suelo había adquirido un tono marrón,
igual que los ojos del profesor. Empezó a explicar, pero su voz se perdía en el
sonido de la lluvia. Entonces, la luz se apagó. Lo que ocurrió después fue algo
increíble, pero os lo contaré cuando haga buen tiempo.
2/10/16
Aún llueve, y no tengo ganas de recordar
lo que pasó en clase, pero ayer, al volver a casa me encontré al profesor y fue
bastante gracioso. Salí del metro y bajé la calle. De pronto vi que caminaba a
mi lado. Se giró y me saludó con una sonrisa.
Hola, qué tal, le dije. En realidad quería
decir que para mí su asignatura era un puzzle de 10.000 piezas y que había
perdido 500. Bien, ¿y tú?, me dijo con una sonrisa que no sabía interpretar. Me
fijé en cómo caían las gotas por su pelo. No contesté porque se supone que era
una pregunta retórica, pero algo en sus ojos me indicó que estaba preocupado.
Le confesé que iba un poco perdida y que no entendía la materia. ¿Has mirado
los apuntes? Ahí me había pillado, pero dije que sí, que había estudiado, pero
era muy difícil para mí. Quedamos en que pediría una tutoría para resolver
dudas, la cuestión era qué le iba a preguntar, porque mis dudas principales se
basaban en cosas prácticas y no en los rollos que soltaba en clase.
Llegué al portal de casa y me encontré al
hijo de mi vecino. Qué tostón de chico, de veras, lo tenía que decir; es que no
podía aceptar nada. Irene, me dijo, tenemos que hablar, no puedo dejar de
pensar en ti. Acéptalo, por favor, ya te dije ayer que es normal, en unos meses
lo superaremos. Pero él erre que erre, y que quería entrar conmigo. Le dije que
no, y que si decidía vivir tenía que aceptar muchas cosas que no le gustan,
pero si os soy sincera, siempre le había admirado
porque es una persona que no acepta fácilmente lo que le dicen, y conozco a
poca gente así.
Acabé de merendar y le mandé un correo al
profesor, en el que ponía que necesitaba ayuda para aprobar el examen, y que
era muy urgente. No sé cómo me vería después de lo que hice en clase, pero lo
pasado, pasado está. Me da un poco de vergüenza cuando lo recuerdo, aunque
si no lo hubiera hecho, quizás aún le estaría dando vueltas.