Se
despertó gritando. La habitación era oscura, y más oscura la
noche. Las manos le temblaban, el reloj corría lento, monótono.
Quería gritar más alto, llorar, romper sus fantasmas, el dolor, la
herida que era. Ser él no servía de nada. Nunca llegaría a
ninguna parte. El mundo se arruinaba, y solo podía pensar,
despertarse con los benditos haces de paz que estaban al otro lado
del muro. Solo podía arruinarse, arrodillarse y rezar. Y tener
miedo, para llegar a ninguna parte. Estaba despierto y no era capaz
de moverse. En la habitación solo había una cama, una mesa y un
armario. Nadie más. Alguien, una voz, desde fuera, le preguntó qué
hacía allí. Él pensó que el mundo era demasiado frío, que los
pájaros no cantaban, las mujeres y los hombres no sonreían, la
mezquindad del mundo llenaba las calles y las hacía intransitables.
En ese momento, no podía levantarse de la cama: solo esperaba,
mientras el reloj se hacía más presente a cada segundo que pasaba.
Tenía el pelo enmarañado, las sábanas estaban llenas de agujeros,
y las mantas caían por ambos lados de la cama, arrastrándose.
¿Quién sentiría pena por él?, ¿dónde estaba la caridad que
tanto se proclamaba?
Nadie
podía saber que estaba allí, solo él sabía que estaba despierto.
Empezó a sollozar. ¿Estaba loco? Nada de eso. Nunca había estado más
lúcido: ya lo comprendía todo. El sol había desaparecido y no
estaba dispuesto a abandonar aquellas cuatro paredes, a pesar de las
razones y los remordimientos que le ahogaban.
¿Qué
le quedaba? Los pasos inseguros, las palabras dichas en silencio, las
manos que se iban soltando de su pequeña y suave mano, el vestirse y
desvestirse de los árboles, las olas meciéndose debajo de sus pies, las sonrisas olvidadas que ahora ya eran
incógnitas, los días, los soleías, los soles, los fríos, los
solíos, los díos: esa nada tan absurda que no le dejaba vivir.
Movió sus ojos, después les siguieron sus dedos y más tarde todas las extremidades.Se incorporó y miró los ladrillos del edificio de enfrente. Se levantó y el día murió con él.