La
calle del viento
Me
enfundé mis nuevos pantalones color crema y seguidamente eché un
vistazo al espejo.
A las nueve sonó el móvil.
-¿Elena,
a qué hora hemos quedado? -preguntó Magda.
-¡Hola,
Magda! -exclamé- a las once en la parada del bus. Te veo allí.
Cené
las sobras del mediodía, y después de arreglarme por vigésima vez
cogí el autobús.
En la última parada me esperaba mi mejor amiga.
Nos saludamos efusivamente, hacía una semana que no nos habíamos
visto. Desde allí cogimos un taxi hasta Peghun, un pueblo que se
caracterizaba por tener el mejor mirador de la isla.
Desgraciadamente, la niebla y la oscuridad de la noche iban a
dificultar la visibilidad, pero no eran las vistas mi prioridad en
aquel momento.
-¿Sabes
que al final viene Harle? Tendrías que decirle algo de una vez por
todas -dijo Magda, una vez dentro del taxi.
-No
quiero romper la amistad entre él y yo, ya lo sabes, lo conozco
desde hace años.
-¡Pero
si estás enamorada de él! ¡Arriésgate!
Al
llegar al piso de Alberto, vimos a todos nuestros amigos y a algunos
conocidos. Harle, un chico de cabello castaño, sonreía. A él le
gustaba tocar el piano y era muy talentoso. Cristina, que cocinaba de
maravilla, trajo un pastel de chocolate. A lo largo de la noche me
comí medio pastel. También había refrescos. La fiesta empezó a
animarse, risas eran todo lo que escuchaba. El primo de Alberto
bailaba como una ninfa en un bosque de hadas; todos nos reíamos por
aquel motivo. En un momento de la noche me tuve que sentar en el
sofá. Algunas veces miraba a Harle, que solía charlar con los
invitados y de vez en cuando me decía algo divertido. Sentía
profundos pinchazos en la zona de la barriga de tanto reírme. Pronto
todos empezaron a murmurar, pero yo no prestaba mucha atención y
continué riéndome sobre lo gracioso de la situación. Nunca me
había divertido tanto, incluso sentía una suerte de presión en el
ojo izquierdo y en el brazo. Parecía que los ojos se me dormían.
-Tengo
la lengua seca, ¡y estoy olvidando todo lo que ocurre! -gritó Xavi,
a lo lejos.
Entonces
recorrí mis labios con la lengua. Totalmente seca. Y también estaba
olvidándolo todo.
No
podía ser.
-¿Le
habéis echado algo a la tarta? -dije, boquiabierta, sin pensar.
-Claro,
¿no te has dado cuenta? -preguntó un amigo de Alberto.
Fui
rápidamente a tumbarme en la cama del anfitrión, que en ese momento
se encontraba bailando. Mis piernas temblaban. ¿O no? Parecía que
todo mi cuerpo se dormía, y poco a poco la gente de la fiesta fue
entrando en la habitación, susurrando frases ininteligibles.
Xavi
también se encontraba mal, y se tumbó en la cama de al lado. Más
tarde, le tocó a Belinda. Los invitados se reían.
-Me
encuentro mal -dije, cansada.
-No
pasa nada, esto se pasará. Es normal -sentenció Cristina, con una
sonrisa extraña.
Cuando
me desperté pensando que la noche pasada ocurrió muchos años
atrás, la persiana de la habitación se asemejaba a un antiguo
colador con agujeros que pintaba la pequeña estancia. Miles de puntitos de luz desordenados se posaban sobre las paredes y las puertas, aquí
y allá parecían dispuestos a recorrer mi habitación con su
particular cadencia a medida que pasaban las horas. Los días grises
están hechos para quedarse en casa, pero ese día el sol no podía
ser más fuerte.
Me encontraba en mi nuevo piso de La Calle del
Viento. Era una calle famosa por el aire ininterrumpido que la
recorría día y noche, en invierno e incluso los días más
calurosos de verano. Esto era así porque cuentan que antiguamente,
el diablo quiso llevarse las almas de los feligreses que asistían a
la iglesia de aquella calle pero Dios tapió la puerta de la misma y
el diablo, con toda su furia, resopló. Desde aquel instante el
aliento de Satán impregnaba cada rincón de esa pequeña calle.
Tumbada,
miré a mi lado y allí estaba Harle. Solos él y yo. Contemplaba su pelo castaño
claro, su piel perfecta y su sonrisa.
Me
asomé a la ventana, y todas las señoras se encontraban en las
calles tejiendo hilos de plata, con sus bolsas de estrellas al lado.
-¿Dónde
están las llaves? -pregunté, cansada.
-Nunca
están en el mismo sitio, son llaves -contestó Harle.
-Es
cierto, nuestras bolsas estrelladas siempre están cerca, pero las
cosas necesarias nunca lo están -confirmé.
Entonces, vino
una mujer de bata blanca y Harle desapareció.
-¿Cómo
está, señora Niebla? -preguntó la señora de bata blanca,
interrumpiendo mis pensamientos.
-Bien,
pero ahora no sé cómo he llegado a esta habitación con tantos
cables.
-No
se preocupe -dijo con seguridad.
Entonces
me puso unos cables y me pinchó con una aguja.
-¿Verdad
que es bonita mi bolsa? -dije, con un hilo de voz.
-¿Qué
bolsa, señora Niebla? -preguntó, atónita.
-La
de estrellas -contesté.
-¿A
qué se refiere? -preguntó la señora, arqueando una ceja.
-Se
refiere a una bolsa imaginaria donde guarda todo aquello que le
gustaba hasta el momento en que la drogaron -dijo la mujer que estaba sentada a mi lado.
-Ah,
pero aquí no hay ninguna bolsa, señora -respondió, sorprendida- ¿Usted es la hermana de la señora Niebla?
-Sí
-dijo la mujer que estaba a mi lado- pero para mi hermana sí hay una bolsa. De hecho,
dice que todos cargamos con una bolsa azul con estrellitas amarillas,
y que allí dentro llevamos aquello que nos gustó pero nos hizo
infelices. Dice que en ella lleva un trozo de tarta de chocolate y
una foto de sus amigos, entre los que está Harle.
La
señora de bata blanca torció el gesto.
-¿Los
amigos que asistieron a aquella horrible fiesta? -preguntó, atónita.
-Sí
-dijo la mujer que decía ser mi hermana- A veces, las
cosas que más nos gustan son las que pueden llegar a matarnos.