sábado, 10 de diciembre de 2016

Aire

Como tú
o tu empeño en demostrar que el aire no pesaba.
Recuerdo que decías:
los días de tormenta no tengas miedo
cierra los ojos.
¿Crees en el amor?, ¿te han decepcionado?
cierra los ojos.

Mis pulmones no soportaban más el aire.
Dejé de respirar y fue un parpadeo casi un relámpago.

Se inundaron.



La calle del viento

La calle del viento

Me enfundé mis nuevos pantalones color crema y seguidamente eché un vistazo al espejo.
 A las nueve sonó el móvil.
-¿Elena, a qué hora hemos quedado? -preguntó Magda.
-¡Hola, Magda! -exclamé- a las once en la parada del bus. Te veo allí.
Cené las sobras del mediodía, y después de arreglarme por vigésima vez cogí el autobús. 

En la última parada me esperaba mi mejor amiga. Nos saludamos efusivamente, hacía una semana que no nos habíamos visto. Desde allí cogimos un taxi hasta Peghun, un pueblo que se caracterizaba por tener el mejor mirador de la isla. Desgraciadamente, la niebla y la oscuridad de la noche iban a dificultar la visibilidad, pero no eran las vistas mi prioridad en aquel momento.
-¿Sabes que al final viene Harle? Tendrías que decirle algo de una vez por todas -dijo Magda, una vez dentro del taxi.
-No quiero romper la amistad entre él y yo, ya lo sabes, lo conozco desde hace años.
-¡Pero si estás enamorada de él! ¡Arriésgate!

Al llegar al piso de Alberto, vimos a todos nuestros amigos y a algunos conocidos. Harle, un chico de cabello castaño, sonreía. A él le gustaba tocar el piano y era muy talentoso. Cristina, que cocinaba de maravilla, trajo un pastel de chocolate. A lo largo de la noche me comí medio pastel. También había refrescos. La fiesta empezó a animarse, risas eran todo lo que escuchaba. El primo de Alberto bailaba como una ninfa en un bosque de hadas; todos nos reíamos por aquel motivo. En un momento de la noche me tuve que sentar en el sofá. Algunas veces miraba a Harle, que solía charlar con los invitados y de vez en cuando me decía algo divertido. Sentía profundos pinchazos en la zona de la barriga de tanto reírme. Pronto todos empezaron a murmurar, pero yo no prestaba mucha atención y continué riéndome sobre lo gracioso de la situación. Nunca me había divertido tanto, incluso sentía una suerte de presión en el ojo izquierdo y en el brazo. Parecía que los ojos se me dormían.

-Tengo la lengua seca, ¡y estoy olvidando todo lo que ocurre! -gritó Xavi, a lo lejos.
Entonces recorrí mis labios con la lengua. Totalmente seca. Y también estaba olvidándolo todo.
No podía ser.
-¿Le habéis echado algo a la tarta? -dije, boquiabierta, sin pensar.
-Claro, ¿no te has dado cuenta? -preguntó un amigo de Alberto.
Fui rápidamente a tumbarme en la cama del anfitrión, que en ese momento se encontraba bailando. Mis piernas temblaban. ¿O no? Parecía que todo mi cuerpo se dormía, y poco a poco la gente de la fiesta fue entrando en la habitación, susurrando frases ininteligibles.
Xavi también se encontraba mal, y se tumbó en la cama de al lado. Más tarde, le tocó a Belinda. Los invitados se reían.
-Me encuentro mal -dije, cansada.
-No pasa nada, esto se pasará. Es normal -sentenció Cristina, con una sonrisa extraña.

Cuando me desperté pensando que la noche pasada ocurrió muchos años atrás, la persiana de la habitación se asemejaba a un antiguo colador con agujeros que pintaba la pequeña estancia. Miles de puntitos de luz desordenados se posaban sobre las paredes y las puertas, aquí y allá parecían dispuestos a recorrer mi habitación con su particular cadencia a medida que pasaban las horas. Los días grises están hechos para quedarse en casa, pero ese día el sol no podía ser más fuerte.

Me encontraba en mi nuevo piso de La Calle del Viento. Era una calle famosa por el aire ininterrumpido que la recorría día y noche, en invierno e incluso los días más calurosos de verano. Esto era así porque cuentan que antiguamente, el diablo quiso llevarse las almas de los feligreses que asistían a la iglesia de aquella calle pero Dios tapió la puerta de la misma y el diablo, con toda su furia, resopló. Desde aquel instante el aliento de Satán impregnaba cada rincón de esa pequeña calle.
Tumbada, miré a mi lado y allí estaba Harle. Solos él y yo. Contemplaba su pelo castaño claro, su piel perfecta y su sonrisa.

Me asomé a la ventana, y todas las señoras se encontraban en las calles tejiendo hilos de plata, con sus bolsas de estrellas al lado.
-¿Dónde están las llaves? -pregunté, cansada.
-Nunca están en el mismo sitio, son llaves -contestó Harle.
-Es cierto, nuestras bolsas estrelladas siempre están cerca, pero las cosas necesarias nunca lo están -confirmé.
 Entonces, vino una mujer de bata blanca y Harle desapareció.

-¿Cómo está, señora Niebla? -preguntó la señora de bata blanca, interrumpiendo mis pensamientos.
-Bien, pero ahora no sé cómo he llegado a esta habitación con tantos cables.
-No se preocupe -dijo con seguridad.
Entonces me puso unos cables y me pinchó con una aguja.
-¿Verdad que es bonita mi bolsa? -dije, con un hilo de voz.
-¿Qué bolsa, señora Niebla? -preguntó, atónita.
-La de estrellas -contesté.
-¿A qué se refiere? -preguntó la señora, arqueando una ceja.
-Se refiere a una bolsa imaginaria donde guarda todo aquello que le gustaba hasta el momento en que la drogaron -dijo la mujer que estaba sentada a mi lado.
-Ah, pero aquí no hay ninguna bolsa, señora -respondió, sorprendida- ¿Usted es la hermana de la señora Niebla?
-Sí -dijo la mujer que estaba a mi lado- pero para mi hermana sí hay una bolsa. De hecho, dice que todos cargamos con una bolsa azul con estrellitas amarillas, y que allí dentro llevamos aquello que nos gustó pero nos hizo infelices. Dice que en ella lleva un trozo de tarta de chocolate y una foto de sus amigos, entre los que está Harle.
La señora de bata blanca torció el gesto.
-¿Los amigos que asistieron a aquella horrible fiesta? -preguntó, atónita.
-Sí -dijo la mujer que decía ser mi hermana- A veces, las cosas que más nos gustan son las que pueden llegar a matarnos.