Dibuja un árbol. Tracé las líneas concienzudamente y
creé un árbol desnudo y viejo. Dibuja una casa. Cogí el bolígrafo
negro, inventé una casa invisible con un muro de piedra alrededor.
Por aquel entonces me gustaba escuchar
el crepitar de las ramas en el fuego, el viaje del viento entre el
campo de trigo y, sobre todo, el silencio.
Me acostumbré a llevar un ajo en el
bolsillo para evitar a los chupasangres y todos los días notaba un
ardor intenso y absurdo en el estómago. O quizás en el pulmón. Sí,
en el izquierdo.
No debería haber dicho eso. A veces es
mejor callar, cállate.
También me gustaba jugar con la
oscuridad. Siempre que iba a casa de algún familiar, apagaba la luz.
Ellos gritaban. Pero, a veces, no se puede controlar nada.
Al llegar la noche ya no quedaba nadie.
Es bien cierto que el mal es necesario.
El mal engendra al mal. Se despierta en la oscuridad, pero no se debe
tener miedo. Primero nace el frío, luego la sangre y, finalmente, la
vida.
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